Este Taller de Lectura lo organizan la Junta de Castilla y León (Consejería de Cultura), la Universidad de Alcalá (Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Institucionales) y la Universidad de Guadalajara, con motivo de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, México, que tiene a Castilla y León como invitada de honor en 2010.




viernes, 22 de octubre de 2010

“EL LIBRO DE LAS FUNDACIONES” DE SANTA TERESA DE JESÚS. José Jiménez Lozano.

Santa Teresa de Jesús o “Santa Teresa de Ávila” es una figura que ya cruzaba las páginas de “Una hora de España”, porque realmente es una figura que resume en sí misma esa hora, a comenzar por un asunto que, sin embargo, queda hurtado en esa páginas azorinianas, y que está en el fondo de la realidad histórica de España: el asunto de las castas.

Teresa viene de judeo-conversos como Juan de la Cruz o Fray Luis de León o Luis Vives, pongamos por caso, y un hecho decisivo en su vida es que  el abuelo toledano de Teresa, su abuelo paterno, era un judeo-converso, reconciliado con otros muchos en virtud del edicto de gracia que se dio en el tiempo de la institución de la Inquisición en Toledo. Se llamó Juan Sánchez de Toledo, y su hijo, el padre de Teresa, que comenzó a llamarse Alonso de la Pina o Piña, concluyó por llamarse Alonso Sánchez de Cepeda, y casó en segundas nupcias con doña Beatriz de Ahumada, de tierras de Ávila.

La importancia de esta cuestión está en que Teresa es muy consciente de dónde viene su familia paterna y, por lo tanto ella misma, y el antijudaísmo del mundo en que vive, encarnado por el cristiano de casta limpia que no tiene entre sus antepasados ni moros ni judíos ni alguien que ejerciera oficio mecánico o vil. La seriedad de la fe cristiana importaba menos y el que descendía “ex illis”; esto es, de judíos, ya era para siempre “ganado roñoso y generación de afrenta que nunca se acaba” como decía el Maestro fray Luis de León. Porque cualquiera que tuviera esa ascendencia podía ser sospechoso en cualquier momento, y a partir de la publicación de los Estatutos de Limpieza dictados por el Cardenal Silíceo, no podría entrar en religión, en la universidad ni en cualquier institución política incluso.

Durante toda su vida, entonces, Teresa cuidaría bien de que no se mentase el tema de la sangre limpia, y ella misma nunca firmó Cepeda que era el apellido de su abuela paterna, luego adoptado por su padre, sino Ahumada, el de la familia materna. Y, por otro lado cuidando no rozar siquiera lo que podríamos llamar “cultemas judaicos”, o acciones u omisiones, hábitos y costumbres, comenzando por la alimentación, que pudieran ser interpretados como señal de mosaísmo o judaísmo, y eran muchos. Pongamos por caso: la posesión de una biblia por parte de una pretendiente al noviciado hace que Teresa la pida que no vaya; el arreglo que consigue entre sus hermanos para que el esposo de su hermana menor que es converso y de profesión asentador no la ejerza, porque es una profesión sospechosa; la advertencia que dirige a su propio hermano mayor que viene rico de “las Américas” y ha comprado a sus hijos unos "poneys", de que tal exhibición de riqueza puede recordar a algunos de dónde viene la familia. Y, sobre todo, su recomendación a sus monjas: “Dios libre a todas mis hijas de presumir de letradas. Nunca más le acaezca ni lo consienta”, y su continuo martilleo de que ella y sus monjas sólo son unas pobres mujeres que no saben más que hilar, y nada de letras en absoluto.

Refrán del tiempo era, desde luego “ni judío lerdo ni liebre perezosa”, lo que funcionaba perfectamente como sospecha tal como ocurrió, por poner un ejemplo, en el caso del hebraísta Martín Martínez de Cantalapiedra, compañero de cátedra en Salamanca del Maestro fray Luis de León, hijo del boticario de un pueblo cercano del que llevaba el nombre y sobre quien un acusador ante los inquisidores decía no podían ser sino judíos y de los del Corrillo de Valladolid, según eran de agudos o inteligentes y estudiosos los hijos del boticario y en concreto este profesor de lenguas semíticas. Aunque el simple leer y cavilar era peligroso; Cervantes, en dos pinceladas dio en el “quid” de este asunto, en su entremés de “Los alcaldes de Daganzo”. Uno de los candidatos, que se llama Humillos, es preguntado si sabe leer y responde: “No por cierto que es cosa que lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana”. Es decir en el primer caso a la Inquisición y en el segundo a un prostíbulo.

Teresa tenía que estar al tanto de estos estereotipos, y tratar de no topar con ellos por necios que fuesen, o porque lo eran precisamente, para proteger sus conventillos que tanto la costaban en levantar, y en los que muchas de sus monjas llevaban sangre judía. Y, además, porque la reforma para una mayor observancia de una regla dura no agradaba a nadie; y, desde el principio, cuando en la propia Ávila anunció la reforma,  dice la propia Teresa que se alborotó el Concejo y también se alborotaron otras muchas gentes, y tanto, que parecía que habían entrado moros en la ciudad.

Pero Teresa entregó su vida en cuerpo y alma a esa reforma de la orden del Carmelo, y por esta razón recorrió la piel de toro de la Península, levantando conventillos o “palomarcillos” como ella los llamaba. Y así anduvo los malos caminos de España a pie, en mula y en carro; y una vez en carroza, poco antes de su muerte, cuando sus superiores la ordenaron ir a Alba de Tormes donde la duquesa de Alba joven estaba de parto, y Teresa dijo con gran ironía: “Allá va esta santa” para que se diese un feliz parto, aunque luego éste tuvo lugar antes de llegar Teresa a aquel pueblo. Y, en realidad, llegó para morir allí, por cierto, en 1582, en un convento cuya fundación en 1571 también la había significado una aventura.

Teresa nació en Ávila en l515, y profesó como monja en 1535 en el convento de la Encarnación en Ávila mismo. En 1562 está en Toledo y comienza por así decirlo su vida de escritora por la autobiografía o “Libro de la Vida” que es de ese año. Otros libros importantes será “Camino de perfección, que tiene dos redacciones -y quedan de él sus dos manuscritos, uno en El Escorial y otro en Valladolid- “El Castillo interior”, llamado también “Las Moradas”, y  “Las Fundaciones”, cuya escritura es de 1571-1573, cuando ella está entre Salamanca y Segovia, aunque luego tendrá que añadir la historia y los avatares de fundaciones de conventos posteriores. Y todo esto, además de otros libros más breves y de alguna manera secundarios en la valoración estrictamente literaria de su escritura, y un gran número de cartas constituye su legado literario.

No nos ocupamos aquí de la mística, y ni siquiera de la expresión literaria de ella, aunque es importante diferenciar lo que en sí mismo sea la experiencia mística de su expresión que puede ser filosófica como en Maestro Eckhart, poética como en Juan de la Cruz o escritura muy sencilla como en Teresa, y naturalmente, Teresa –mucho más netamente que Juan de la Cruz o Maestro Eckhart- tiene toda una dimensión de su vida dentro de una orden religiosa, pero también en su negocio con el mundo y las gentes de los que nos muestra que tiene un gran conocimiento y una gran mano izuierda pata tratarlos.

Podríamos decir así que, si “Las Moradas” es un libro donde se cuentan las aventuras  del ánima en relación con Dios, que está en el centro de ellas como en un castillo de cristal; en “Las Fundaciones”, aunque hay capítulos donde se da una reflexión más bien religiosa que mística, pero en todo caso no asociada a la temporalidad, son los trabajos y aventuras de una empresa humana y es el mundo de las gentes normales y corrientes desde la nobleza a las gentes más pobres con los que Teresa tropieza y esto es lo que nos cuenta. Mientras, en contraposición, podemos subrayar que en San Juan de la Cruz, por la naturaleza misma de su escritura, que en general es una especulación escolástica o psicológica en una excelente prosa, y también por el modo de entender el mundo y vivir en él, solamente se da una noticia de tipo social, cuando censura la gran exhibición de riquezas en los monumentos funerarios. Pero todo lo que sabemos de Juan de la Cruz no lo sabemos por él, sino en lo poco que nos cuenta en las cartas que conocemos, mientras que todo lo que sabemos de Teresa no nos lo ha dicho ella ciertamente, -porque tenemos varios testimonios y entre ellos el de la que fue una especie de secretaria suya, Ana de San Bartolomé, que por cierto aprendió a leer en el convento- pero si sabemos muchísimo por ella misma y no sólo en las cartas, sino sobre todo por este “Libro de  las Fundaciones” que cuenta mucho y nos remite luego a personas y hechos allí nombrados.

Y todo esto en cada “fundación”, como por ejemplo en la de Valladolid para explicar que las dos monjas de las que habla especialmente Teresa, una, Casilda de Padilla que hay que explicar que era una muchacha de familia noble, de la familia de los Manrique, hija del adelantado de Castilla, y que iba al convento huyendo de un matrimonio concertado con un hombre muy viejo; mientras que la otra se llamaba Beatriz y estaba enferma, y se decía que sus males físicos habían comenzado cuando se enteró de que iban a quemar a personas en Valladolid, y también es digno de anotarse que Teresa no ocultó en modo alguno que una de las monjas quemadas del monasterio de Belén, en Valladolid, que era de la familia de los conde de Benavente, también era amiga suya; y se necesitaba valor para dejar hacer tal cosa, verdaderamente.

El relato de la fundación de Medina del Campo, del lugarejo de Duruelo y de Salamanca, están llenas de encanto, pero fue tan amarga para ella la fundación de Sevilla que apenas si lo puede ocultar, aunque fue todo muy vil y terrible; y duro el viaje al cruzar por Córdoba cuando hubo que cortar los pezones de los carros para que pudieran pasar el puente del río que estaba junto a la Casa de la Inquisición, y Teresa sabía que el “Libro de la Vida” que ella había escrito estaba en manos del Inquisidor General, y tenía fiebre; pero nos dice que con el susto se la quitó de repente.

La riqueza narrativa de este libro de “Las Fundaciones” es enorme, y también lo es la riqueza y variedad de las gentes que trata o de las que habla. Sabe contar, es una escritora formidable; pero en nuestro mundo también debe contar como lectora suya con gente que quiera entenderla a derechas. En el libro de Rosa Rossi, “Teresa de Ávila. Biografía de una escritora” que recomendaría vivísimamente, hay una nota imprescindible que nos informa que incluso un hombre especialmente cultivado e inteligente como el filósofo español Gabriel Ferrater Mora puede no estar muy avisado sobre algunas cuestiones, entre otras, sobre la eventual ironía piadosa de un narrador como Teresa. Comenta el filósofo: “Hace poco intenté leer un libro de Santa Teresa y no pude pasar de la página treinta. Era demasiado ingenuo. Si esta mujer me dice que cuando una monjita que murió en olor de santidad estaba de cuerpo presente la cera de las velas no se consumía, pues yo tengo que cerrar el libro”. Y Rosa Rossi advierte de que quien esto escribe “no se da cuenta de que Teresa pone aquella información en boca de otra persona y la comenta en una frase que contiene un elemento de perplejidad”. Es la pura verdad: cuando leemos un texto narrativo, o histórico, debemos tener cuidado en comprobar si lo que se dice en él lo dicen el escritor o el historiador o los personaje históricos o de la naración; y debemos hacer cuenta también del tono que tiene ese texto, en el que caben tantas actitudes mentales, desde la restricción a la ironía. Y, desde luego, si es un texto de un tiempo muy distante de nosotros no podemos proyectar en él ni nuestro pensamiento, ni nuestra sensibilidad, y hemos de hacer cuenta, en fin, de que el lenguaje simbólico -específico de la literatura, pero también del lenguaje popular- o las referencias en la expresión son muy distintas a las nuestras. Y que el no consumirse una candela que luce ante un muerto es una forma de decir que la “Lux aeterna” luce para él, porque es “un siervo de Dios” según la propia locución teresiana.

Y, por cierto, a monja de cuerpo presente es la que decíamos más arriba que enfermó de sólo pensar que en Valladolid iban  a quemar gente, y lo cierto es que nuestra misericordia debe de haberse reducido mucho en la especie, porque no tenemos muchas noticias de casos parecidos, aunque es indudable que tenemos noticias de algunas personas cuya salud física o psíquica no han resistido la barbarie de nuestro tiempo. Es toda una medida de la humanidad más profunda.

En cualquier caso, nuestra lectura de “Las Fundaciones” no es histórica ni teológica, sino literaria, y seguramente lo primero que tenemos que tener en cuenta es que este “Libro de las Fundaciones” es ante todo literatura, y en el que, por lo tanto, caben todas las figuras literarias y retóricas y todos los modos de expresión de una gran inteligencia como la de la autora, expresándose además en la lengua de las gentes que ella misma hablaba.



Es difícil decidir si se da un lenguaje específico para expresar una experiencia mística o, más bien ocurre, como dije más arriba que la expresión oral o escrita siempre depende de la condición y calidad de quien habla, según el habla que ha recibido, o que se decide hablar, como, según ya dije, el Maestro fray Luis de León afirmó del habla  de “mis amas” –es decir, las criadas de su madre-  contestando a su acusador: “Ansí que a éste el texto le ofende, y yo, ya que lo puse en romance, no pude excusar de ofendelle, porque… no sé otro romance del que me enseñaron mis amas, que es el que ordinariamente hablamos, que, a saber el lenguaje secreto y artificioso con que este mi testigo y sus consortes suelen declarar sus conceptos, usara de otros vocablos más espirituales”. De manera que debió de sentir gozo y gratitud muy especiales ante este lenguaje de Teresa a quien tanto admiraba. Y el lenguaje de ésta sirve también para la expresión de su experiencia mística, naturalmente, y entonces cuando no sabe cómo expresar lo que siente o ve en sus adentros, que no con los ojos de su cuerpo, como ella subraya, escribe: “A esto llamo yo”.

Tanto más nos ofrece en “Las Fundaciones” un lenguaje que no precisa aclaraciones de límpido que es, y de la capacidad de nombrar las cosas y los sucesos que tiene; y parece que esto es el escribir bien como es el hablar bien, aunque son los gramáticos y académicos al fin y al cabo, quienes dispensan los títulos de valor o desvalor lingüísticos y literarios, y nunca fueron muy proclives a reconocer especificidades al margen de la norma, y se entiende muy bien la reticencia a reconocer a Teresa como escritora. 

Pero no se perdería nada tampoco haciendo cuenta a este propósito de esta lengua de Teresa de una advertencia como la de la “Gramática de Port-Royal” sobre la ortografía de las mujeres, o recordar a propósito del  supuesto desorden de la escritura de Teresa de Ávila, la historia de aquel monasterio de Port-Royal des Champs, tan implicado en la vida intelectual francesa, y traer a colación la excusa que Mêre Angélique Arnauld pide precisamente por lo que estima que es un  desorden de su propia escritura a Monsieur De Barcos, quien le responde que hay un desorden de la simplicidad que es el lenguaje verdadero que nombra. Y Moliére apoyaría, enseguida, esa gramática de la simplicidad en la que no puede haber “desórdenes”.

El lector de Santa Teresa se percata inmediatamente del hecho de que la frase de su escritura es directa e incisiva, aunque puede ser muy larga, porque Teresa hace muchísimas divagaciones más o menos relacionadas con lo que viene hablando, pero lo hace de un modo admirable y, para explicar esa digresión dice “Mucho me he divertido”. Es decir, “di-vertido” o “apartado” de lo que estaba diciendo, pero el lector se lo agradece y, con frecuencia, se divierte de veras en el sentido de hallar gran placer en lo que cuenta o en lo que reflexiona.

Leyendo “Las Fundaciones” se nos ofrece la prueba más explícita de la eficacia de una verdadera narración, esto es, que nos ocurre lo que a la propia escritora, cuando evoca esto o lo otro, en todas estas páginas en las que no hace sino recordar y revivir. Es decir, que la acompañamos de nuevo en esta revivencia de  sus viajes y acaeceres, tanto como ella debió revivirlos como nosotros cuando los estaba recordando y escribiendo, y por eso nos habla con toda verdad de la sonrisa en que se convierten mientras escribe los apuros de unos largos momentos de miedo, y “enflaquecimiento del corazón”, refiriéndose a la fundación del conventillo de Salamanca. “Quedamos la noche de Todos Santos mi compañera y yo a solas –escribe-. Yo os digo, hermanas, que cuando se me acuerda el miedo de mi compañera, que era María del Sacramento, una monja de más edad que yo, y harto sierva de Dios, que me da gana de reír”.

Y a nosotros también nos ocurre, aunque otras veces la lectura de otros sucesos, pensares y sentires, nos tornará más serios o nos entristecerá suavemente, al acabar de leer este libro. Y entonces ustedes pueden contrastar también muchas palabras no con los diccionarios, sino con las gentes que ha guardado el español, y hasta los giros de la lengua y muchos nombres, adjetivos y verbos del tiempo de Santa Teresa, y con frecuencia mejor que en España. E igualmente podrán comprobar la pervivencia de giros y vocablos que podrán estar semi-perdidos o no, pero que son bien decideros y nos dejan harto pensativos sobre el eventual fin de una cultura, si ya hubiéramos comenzado a no entender las palabras que nombran lo real más profundo directamente o a través de las  imágenes o los símbolos,  que van directos al ser de lo que es, como la lengua sin artificio de “mis amas”.

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