Este Taller de Lectura lo organizan la Junta de Castilla y León (Consejería de Cultura), la Universidad de Alcalá (Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Institucionales) y la Universidad de Guadalajara, con motivo de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, México, que tiene a Castilla y León como invitada de honor en 2010.




martes, 19 de octubre de 2010

GRACIAS POR SU HORA PASADA EN ESPAÑA. José Jiménez Lozano

Muy estimados amigos, 

lo primero que tengo que hacer es agradecerles la atención con que han recibido y leído mi propuesta de lectura de “Una hora de España” de Azorín, y luego, o a la vez, que hayan encontrado interesantes y de su gusto el libro y, en  fin, hayan expresado de manera tan excelente los distintos niveles u matices del libro, y lo hayan hecho en un discurso breve e incluso muy hermosamente escrito, y bastante al margen de la fría e incolora prosa académica.


Leídas, a su vez por mí esas sus interpretaciones y glosas del libro, creo que podríamos resumir el fruto de esta lectura en dos partes muy claras. Por un lado la coincidencia de todas sus glosas o comentarios en el poder de evocación  de esas estampas azorinianas, como las llaman algunos de ustedes, sobre la España del XVI-XVII, y desde luego en la claridad y armonía de la lengua, - que según afirman escuchan especialmente en el campo, como sucede en España; y cuyo poder es precisamente, como dice el Maestro fray Luis de León, “hacer que lo ausente que significa en él (el nombre), nos sea presente y cercano”. Y tengo que añadir muy complacido que en su propia escritura de ustedes se da verdaderamente esa escritura no formalizada, la justeza o propiedad del nombrar, y un cierto “pathos” o fineza sentimiento, que no puede darse en el habla o en la escritura  formalizadas y puramente comunicativas.

Una tercera cuestión que querría destacar en sus trabajos es la eficacia con que muestran la impresión que les ha causado no sólo el encuentro con el libro sino con lo que ustedes reconocen como la entraña de lo español, que es decir el ámbito en el que España se hizo, y los agentes y modos y maneras de esa construcción, a cuyo fondo resultan casi todos ustedes muy sensibles, incluido el aspecto religioso, cuya mera dimensión cultural, ahora mismo en Europa, se considera de manera bastante ligera, para decirlo con un cierto eufemismo. Ustedes han entendido mejor este asunto.

Pienso, desde luego, que, ante la España que aparece en este libro de Azorín, ni tampoco en la realidad histórica, hay por qué hablar de una “España mística”, que no ha existido, ni puede existir porque no hay colectividades místicas, sino que lo místico como todo el resto del vivir humano es asunto de individualidades.  Y otro asunto es que dos de los grandes místicos cristianos de Occidente sean españoles y su personalidad y su obra hayan recibido y la alta estima y el estudio que precisan.

Pero lo que sí puede,  y debe decirse, es que el “quid” y hondón de las vidas españolas de ese tiempo giraba sobre esta convicción profunda que se formulaba diciendo: ”¡Oh cuán poco lo de acá, oh cuán mucho lo de allá!”. Y era un sentimiento verdaderamente serio y arraigado en toda clase de los españoles del tiempo, y no solamente un sentimiento, sino un pensamiento un lugar o “topos” de la existencia personal y colectiva desde el que mirar el mundo y valorar cada realidad y acontecimiento de él.

Creo que todos ustedes han visto todo esto muy bien, y a una luz de una extrema belleza: la del crepúsculo que, como decía Leonardo de Vinci, es la luz apropiada para hacer una pintura, porque el sol del pleno día devasta los contornos y los colores. A esa luz crepuscular piensan varios de ustedes que está escrito el libro y así lo leen, y a la melancolía azoriniana añaden su propia melancolía, más bien intelectual pero también envuelta en un fino sentimiento. E incluso en algunos comentarios se hace de este libro y las doloridas páginas de él una especie de “memento” de la brevedad de la vida humana, confirmando la antigua preciosa, y ella misma melancólica fórmula: “Ars longa, vita brevis”, la vida es breve pero dilatado el tiempo del arte. Más largo que la pobre vida humana y así puede transcenderla.

Pero, ahora, ante otras de las afirmaciones de sus lecturas, me gustaría añadir unas cuantas pequeñas matizaciones. En primer lugar, que, aunque creo que deben separarse muy netamente obra y escritor y escritor y época, -porque se supone que el escritor necesariamente toma sus distancias de ellas para poder decir y escribir sus palabras,  “desde fuera del bosque” por decirlo así - tampoco quiere esto decir que sobre cada uno de nosotros,  y por tanto sobre el escritor, no destiñan tanto el acervo cultural, como la sensibilidad y el imaginario y hasta los esterotipos del tiempo; y ciertamente algo de común tiene Azorín con las gentes pensantes y los escritores de su tiempo. O, para decirlo en la forma acostumbrada, con los otros escritores de la llamada “generación de 1898” en sus sentires y pensares que giraron en torno a un declive o decadencia de España,

Y claro está que la España de fines del siglo XIX no era la España a caballo entre el XVI y el XVII, pero se coloreó a esta hora de España  con la conciencia ciertamente pesimista y amarga  de un presente decadente en ese final del XIX. Este amargo sentimiento  surgió, desde luego, en ese final decimonónico en España  no sólo a cuenta de la pérdida de las colonias del viejo Imperio español, sino porque en esa España del XIX, tras la guerra de la Independencia frente a los franceses, comenzaron las guerras dinásticas entre partidarios de don Carlos y doña Isabel – es decir del hermano del Fernando VII y su hija – o entre carlistas y liberales, que era decir la vieja España y los nuevos tiempos que había abierto la Revolución Francesa, más las inevitables consecuencias de la transformación industrial.

Necesariamente todo ese desgraciado tiempo generó una inestabilidad y una primariedad políticas, un atroz empobrecimiento  y miseria, y una ingente ignorancia, un justificado pesimismo y conciencia de frustración, por lo tanto. Y, desde esta atalaya de enfrentamientos y decadencia y ruina españoles resultaba realmente inevitable  mirar hacia la vieja España que se evocaba, y ver en ella o bien una España ideal y dorada, o bien una España que desde aquellos empinamientos de Imperio había caído ya entonces lastimosamente, y esto es lo que se hizo. Pero la verdad histórica nos obliga a nosotros a matizar y señalar que la famosa decadencia no se dio todavía en esos tiempos de Cervantes o Luis de Granada, ni del veredero, ni del pastoreo  que nos pinta Azorín. Mucho menos en  los tiempos de Teresa de  Jesús y el Maestro fray Luis de León. La decadencia fue un asunto de finales del XVII y del XVIII, incluso si es en este siglo cuando por primera vez los nacimientos superan a las defunciones.

En tiempos de Cervantes, desde luego, todavía teníamos un floreciente comercio, y sería suficiente con citar el comercio de la lana  y hasta el de los zapatos de cristal, que ciertamente no eran un artículo de primera necesidad. Aunque ya se comenzaba a contestar a quienes se mostraban orgullosos de que en el Imperio de España no se ponía el sol, informándoles de que tampoco se ponía el hambre. Y cierto era que el oro traído de América pasaba a Francia y a Europa sin que a los españoles aprovechase gran cosa, como no fuese para dorar unos cuantos retablos de iglesia o muebles de Casa Grande.

Azorín, por lo demás, no refleja en su libro – ni tenía por qué – lo que constituye en verdad lo propio del Renacimiento español, que se da precisamente en el plano literario, y en dos aspectos importantes que serán ya en adelante definitivos en la cultura occidental. Es decir, la afirmación de que en las lenguas romances o vulgares pueden verterse los pensamientos de la filosofía, la teología y la gramática, pero también el contenido especulativo de las  ciencias; y la otra afirmación de que la literatura o el lenguaje de imágenes y símbolos es un instrumento de conocimiento de la realidad existencial del ser humano, frente a las pretensiones del pensar especulativo que se tenía como único instrumento de conocimiento. Esto es, frente al viejo racionalismo de la escolástica y el creciente racionalismo científico, como ha mostrado el profesor E. Grassi. Y Vives, Luis de León y Cervantes, entre otros, pueden considerarse los más importantes representantes pioneros de esta nueva forma de entender tanto la potencialidad de las lenguas romances, subestimadas para la formulación y el  intercambio de saberes, como de la otra afirmación de que lo específicamente humano no puede entenderse ni formularse con un lengua que obedezca a la pura especulación lógica, o metafísica, ni tampoco a la ciencia que es ciertamente el instrumento del conocimiento de la “res extensa”; sino que es el lenguaje literario – desde la imagen o metáfora a la paradoja o el oxímoron – el único capaz de expresar la existencialidad o complejas aventuras y desventuras del vivir y las contradicciones mismas del ser humano.

Y por cierto que esta lengua literaria, que no es meramente comunicativa, sino significativa y  de sonoridades sentimentales en el ánima,  sería entendida por el Maestro León como la lengua misma de las gentes no letradas del  o “la lengua de mis amas” – o criadas de su madre -, como él mismo contestó a los señores inquisidores cuando le reprocharon que en sus escritos no utilizase los cultismos del castellano derivados del latín.

Y hay otro asunto, en fin, que sobrevuela en algún lector de “Una hora de España” de nuestro taller: el de una retirada o un aislamiento de España frente a Europa, y el no sentirse europeos los españoles. Y este sentimiento y hasta postura intelectual o política se han dado, pero mucho después de esa hora de España que Azorín pinta y hemos estado leyendo. Desde luego a partir del siglo XVIII, y el conde de Peñaflorida, don Xavier María de Munibe, uno de los llamados ”Caballeritos de Azcoitia” o minoría vasca afrancesada pinta divertida y deliciosamente a estos anti-europeos en su libro “Los aldeanos críticos”.

Pero ésta es también una idea que deriva de ciertas interpretaciones de la historia de España como la de Américo Castro, que es tan interesante e importante, pero que en aras de una cierta tesis conlleva casi inevitables generalizaciones y en especial la de la exclusividad demasiado rotunda con la que configura el ser hidalgo, o español prototipo de esa hora de España de la que nos habla Azorín. El español hidalgo o “hijo de algo”, y en principio protagonista de alguna hazaña militar en la reconquista española, era espejo de español en  la época y no tendría otros valores vitales que el de la guerra y desde luego el del cultivo de la tierra, y sólo tendría desprecio por ocupaciones como las del negocio o la mercadería y por las cavilaciones y pensares. Y algo y hasta mucho hay de verdad en esto, si miramos la cuestión unidimensionalmente, pero también este aspecto es preciso matizar las cosas.

Este asunto –el asunto de la casta española o cristiana vieja que el hidalgo representa -  estará en el corazón de la próxima lectura que hagamos del “Libro de las Fundaciones” de Santa Teresa de Jesús; pero ahora mismo será bueno adelantar, en relación con lo que vamos hablando, que, por ejemplo, la lana de Segovia compite en todos los mercados europeos con la de Florencia, o que Medina del Campo es una ciudad cosmopolita y donde los Fúcar, la Banca europea más afamada y poderosa, tiene su corresponsal en España en otro gran banquero medinense, Simón Ruiz, y en Medina mismo nos encontramos con otro banquero amigo de Santa Teresa y que la ayuda en sus fundaciones de conventillos, por sólo nombrar unos cuantos datos relevantes del floreciente capitalismo castellano de la época, que tan extraordinariamente ha historiado Ramón Carande en su libro “Carlos V y sus banqueros”. Y todo esto, sin dejar de tener presentes nuestra política e intervenciones militares  en la Europa después de Lepanto, tanto en Inglaterra como en relación con en el juego de odio o enfrentamiento de intereses entre Francia y Austria – nuestros primos realmente, ya que España y Austria están regidas por una misma dinastía – o en nuestras posesiones en Italia.

En “Una hora de España” todo esto tiene una resonancia muy en sordina y como en susurro, porque lo que el autor quiere es resaltar otras cosas; pero de todas maneras, en la figura de Benavides y en el capítulo de los palaciegos, resuena todo el trajín político de Europa. Lo único que quizás no queda muy claro en el libro es la cuestión de los castillos, porque nos parecen aún vivos, pero son la edad media. Y son los Reyes Católicos precisamente, que van a llegar al trono después de la caída de Constantinopla en 1453, fecha con la que se inauguran los tiempos modernos según una división de la historia ya tradicional,  quienes quebrantan el poder de los nobles o señores y hacen cuenta de sus castillos.

En España nunca hubo feudalismo, que siempre es una legalidad con derechos y deberes para feudatarios y señores, sino que hubo solamente señoríos de nobleza, que a veces se comportaban como “señores de horca y cuchillo” y también se levantaban contra los reyes. Los Reyes Católicos se llevan a los nobles a la Corte y quebrantan o destruyen hasta la última piedra la mayoría de los castillos. Se conservan sólo unos pocos como residencias reales o de nobles, pero sin posibilidades de ser baluartes militares contra los reyes. Se convierten en palacios, y allí viven a veces gentes tan nobles de título y alma  como el Benavides de “Una hora de España”, pero otras veces gentes más turbulentas y rebeldes. Todo esto es también una hora de España, y en el libro resuena su pasado ya desde la primera línea del capítulo en el ámbito espiritual del libro: “En el siglo XVI, muchos de estos castillos estaban ya derrumbados” y  no era su causa la decadencia, sino la naturaleza del castillo que era propia de los tiempos pasados.
         

5 comentarios:

  1. Estimado don José Jiménez Lozano:
    Antes que nada, somos nosotros quienes tenemos que agradecerle por tener el privilegio de participar al lado suyo en este festival de la palabra.
    Con respecto a Una hora de España, creo que, en sí, toda la obra es muy emotiva. El sentimiento de añoranza cubre toda la obra y nos invita a participar en esa conciencia sobre el fluir del tiempo y nuestra efímera existencia. Este pensamiento es omnipresente y determinante en las palabras de José Martínez Ruiz, es fácil recordar la sentencia de Heráclito: “nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”. Cada personaje recuerda los tiempos pasados con cierta melancolía y el mismo Azorín dispone el escenario para dar entrada a esta nostalgia en su discurso al evocar la España de los siglos XVI y XVII, la de las bellas letras: el horizonte, vestido de rojo, anuncia el final del día; un anciano nostálgico reflexiona sobre el tiempo; incluso la narración anuncia una retirada ya que, de entrada, tenemos un acercamiento en el rey Felipe II y, conforme transcurren las frases, hay un alejamiento de la cámara hasta llegar al fin del “ensueño”.
    ¿Desde qué punto se menciona a la España del siglo de oro? Desde la España de principios del siglo XX, aquella que acaba de sufrir “el gran desastre”. Azorín recuerda al gran Imperio Español que, en el siglo XVI, brillaba con todo su esplendor (porque nunca se ocultaba el sol) hasta que la Armada Invencible fue derrotada en 1588. Esta herida fatal acabó por dar muerte al Imperio hasta 1898, cuando se terminan de perder los territorios de ultramar. José Martínez y sus contemporáneos vivieron este gran desastre y de ahí la añoranza de nuestro maestro. Con esto, es imposible no recordar las palabras Don Quijote –tenía que ser él–: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados”. No obstante, como dije en el primer comentario, también existe la idea del renacer de una nueva España. Hay una concientización sobre las raíces de la nación y a partir de las bases de este pasado glorioso se puede construir una nueva gran nación. Y me permito citar los versos que Machado dirige a Azorín en A una España joven que ilustran perfectamente esta idea:
    ¡Oh, tu Azorín, escucha!:España quiere
    seguir, brotar; toda una España empieza
    ¿Y ha de helarse en la España que se muere?
    ¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?

    He notado que la generación de 1898 y la generación de 1927 (cuya referencia para mí es Federico García Lorca) tienden mucho a recordar y a utilizar como inspiración a la España del Siglo de Oro. Ya conocemos el texto de Azorín de la generación del 98, y de la generación intelectual de 1927 sabemos que trató de encontrar la perfección poética, una poesía pura, a partir de los poemas de Góngora. Ambas son generaciones que vivieron una situación en la que el futuro de España era incierto y el presente inesatble. Mi pregunta sería: ¿Cuál es la visión de las generaciones de la guerra y postguerra civil (que en México oímos hablar mucho de ellas) acerca de este enfoque del pasado como un paraíso perdido? Y también, ¿Cuál es la postura, si la hay, de los escritores españoles nacidos después de 1975 con respecto a sus raíces?

    Le envío un afectuoso saludo.
    Sergio Fregoso

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  2. Antes que nada, quisiera agradecer al escritor Jiménez Lozano por haber leído nuestros comentarios, así como por habernos dado una retroalimentación tan enriquecedora. Desde mi punto de vista, dicha retroalimentación nos invita a vencer la falta de confianza y de seguridad en nuestro propio discurso. Asimismo, en mi opinión, el comentario de Jiménez Lozano cumple con cabalidad los principios de pedagogía citados en el capítulo XXXIX de “Una hora de España”: “Cuide […] de que los discípulos le pregunten sus dudas; y cuando le preguntaren, respóndales con afabilidad; porque si se desabren con las respuestas, no se atreverán a hacerle preguntas; y en no preguntar se quedarán con sus ignorancias.”

    Calificar los cuarenta y un capítulos de “Una hora de España” como “estampas azorinianas” me parece sumamente adecuado. Al igual que las imágenes postales, cada uno de estos textos evoca con precisión “la entraña de lo español”. Como Enrique Casillas, considero que esta obra de Azorín se desarrolla entre “constantes saltos entre un aspecto y otro”; de ahí que, a mi parecer, para reconstruir la identidad española del S. XVI, el lector deba llevar a cabo una tarea fundamental: armar un rompecabezas de la España de esta época utilizando las diversas estampas.

    Por otra parte, en su comentario, Sergio Fregoso pone énfasis en una cuestión esencial: “La mayoría de los personajes que encontramos en nuestro viaje son ancianos. […] la España Medieval está pereciendo.” El rey Felipe II es descrito en estos términos: “La faz del caballero es pálida. Blancas son sus barbas. Y en los ojos —claros ojos azules— se muestra una profunda melancolía.” En este mismo orden de ideas, Juan de Benavides, compañero íntimo del rey, conocedor de todos sus secretos, aparece como un caballero cuyas funciones en la corte han terminado. Debido a su vejez, el rey le ha concedido el permiso de retirarse a descansar a su casa de Ávila: “Benavides, holgaos en vuestra casa de Ávila.” Cierto, la España de la Edad Media parece extinguirse, no obstante, como señala Sergio Fregoso, con esta muerte surge una nueva España: “Una España muere. Sin embargo, de sus cenizas nace una nueva y más fuerte”: la España del Siglo de Oro.

    Finalmente, quisiera plantear una pregunta al escritor Jiménez Lozano: ¿qué elementos de la España del S. XVI aún forman parte de la España de nuestro siglo?

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  3. Renata Armas Bermejo me envía el siguiente comentario

    Compañeros:
    He leído sus aportaciones y creo que son muy interesantes. Por lo visto, la mayoría comprendimos que se habla de España y un autor que hace el recorrido por su basta historia, sus personajes y todo eso que hace que sea lo que es. Sin embargo, considero rescatar que si bien un texto es ajeno al autor, hasta cierto punto, como él mismo lo dice, su estilo es una confesión. Como integrante de la generación del 98, es notable el tono que usa en sus textos, y Una hora de España no es la excepción ¿quien no reconocería ese lado crítico de su tono tan parecido a De Larra en sus planteamientos?... Es cierto, el texto es obra aparte, pero desligarlo de su influencia, es negar que la España misma está construida de los intelectuales del pasado, es negar la atemporalidad que lo lleva a meditar si es una España del siglo XVI o es la del XX. ¿Por qué es un anciano el que mira y no un joven? porque es el único que tiene la experiencia, el conocimiento y la apertura suficiente para percibir lo que un joven no podría por su falta de camino: que hay cosas que no cambian y algunas que han cambiado demasiado, la contradicción entre heterogeneidad y homogeneidad no es otra cosa que estas dos Españas, la que se representa y la que es, en este sentido, ambas convergen porque es una sola, como lo es el autor. Así pues, debo señalar que la diferencia entre imitador y creador, radica precisamente en el punto intermedio de la contradicción, a partir de la heterogeneidad externa se crea su homogeneidad, y tantas diferencias juntas lo hacen un contenedor y transformador de un mundo para dar lugar a uno nuevo, la España de Azorín, la representada por él como su sobrenombre mismo, ambos en pos de una representación, por lo que no es la descripción la que prevalece, ni la narración de la historia y mucho menos un escritor o muchos de la literatura española, es un todo preparándose en el crepúsculo para iniciar otro viaje al amanecer, en otra hora.

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  4. La visión de las ruinas de en Una hora de España de Azorín, por Víctor Alfonso Ruiz Gómez

    ¡Cuántas veces, al pie de las musgosas
    paredes que la guardan,
    oí la esquila que al mediar la noche
    a los maitines llama!
    ¡Cuántas veces trazó mi silueta
    la luna plateada,
    junto a la del ciprés, que de su huerto
    se asoma por las tapias!
    […]
    A mi lado sin miedo los reptiles
    se movían a rastras;
    hasta los mudos santos de granito
    creo que me saludaban.
    Gustavo Adolfo Bécquer, Rima LXX

    Ya se recapituló el sentimiento de decadencia y la importancia del castillo español, pero es necesario hacer hincapié en la figura de la ruina dentro Una hora de España. A primera vista, las ruinas son la clara representación de la derrota de los castillos, que en esta lectura nos dan una idea de esplendor, como dice el narrador del texto en cuestión: “Son recios, fuertes, vastos, los castillos de España. Parecen fantásticos; pero tienen una existencia indubitable”; es decir, puede parecer que el la ruina simboliza la decadencia del esplendor español.

    En el capítulo dedicado a los castillos de España, el narrador explica cómo es que los castillos son algo así como una especie de escenario para acontecimientos de relevancia histórica: “Todos estos castillos nos hablan de turbulencias, banderías, revueltas, alborotos. La lealtad y la fidelidad se han albergado entre sus muros también.” Luego, son contenedores en sus muros de varias experiencias que fueron formando el pasado y por tanto el presente de una nación: “Son como los puntos sensibles del organismo nacional.” El presente de esta nación, se encuentra como las piezas de un rompecabezas, en distintas partes: “Están casi todos en ruinas; se ven repartidos por toda la nación.”

    La ruina en este texto está, como en la descripción del penúltimo párrafo del capítulo XIX, funcionando como albergue para la vegetación más representativa de España, como el clavel, por ejemplo. Esta visión de la ruina, que se encuentra alojando a la naturaleza, recuerda a la postura que tiene el pensamiento romántico sobre lo mismo. La ruina es una muestra de la belleza del pasado, que convive con el presente, la naturaleza viva. Un ejemplo de ello se encuentra en la obra poética de Gustavo Adolfo Bécquer, quien en la rima LXX, ejemplifica a la ruina como un resquicio del pasado, dominado ya por la naturaleza, que le da un asilo a la voz poemática de la rima. La ruina y la naturaleza en ella parecen padres que le dan el hogar que tanto buscan los desconsolados por la decadencia. En conclusión, más que reflejo de la decadencia, la ruina es algo así como un refugio ante la decadencia.

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  5. Comentario enviado por Víctor Manuel Bañuelos

    Bueno para comenzar quisiera agradecerle al escritor Jiménez Lozano, por haberse dado un tiempo para leer nuestros comentarios y por estar guiándonos en este recorrido por la literatura española. He leído comentarios de mis compañeros y estoy de acuerdo con ellos en muchos aspectos, como en el de la añoranza que se ve marcada en éste texto por los preciados días del Siglo de Oro. Éste aspecto se me hace muy interesante porque una vez más nos rememora a el Quijote cuando éste lanza su noble discurso De la Edad de Oro. Dicho amor por la España de Quijote, es decir la del Siglo de Oro, lo vemos en mucha de la literatura española de los últimos siglos. Claro que siempre se buscara el pasado heroico y se vera con añoranza, y más en un país con una historia llena de altibajos, que ha sufrido terribles derrotas y gloriosas victorias.
    Por otro lado estoy de acuerdo en la idea de que el texto de Azorín de Una Hora en España, guarda cierto grado de critica a su época, o sea muchas de las situaciones que describe son adecuadas tanto para el siglo XVI como para el siglo XX(principios del mismo), esto no solo lo vemos en la obra de Azorín, sino también al leer textos del Siglo de Oro como en el caso de El Lazarillo de Tormes y el grandioso Don Quijote de la Mancha, donde vemos situaciones y aspectos de la sociedad que aun leyéndolos ahora varios siglos después de que fueran escritos, encontramos mucha similitud con la realidad en la que nos toca vivir, por lo cual vemos que son textos que no pierden su vigencia ni su vitalidad, por hablar de fenómenos y problemas que se dan en la sociedad que aun estamos lejos de poder saltear. Por lo antes dicho, no dudo que Azorín quisiera utilizar como ejemplo el contexto del Siglo de Oro, para ejemplificar su entorno.

    Concluyo dándole las gracias una vez más al escritor Jiménez Lozano por hacer posible este encuentro, y a mis compañeros de clases por las atenciones a mis comentarios y a los de los demás participantes.

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