Este Taller de Lectura lo organizan la Junta de Castilla y León (Consejería de Cultura), la Universidad de Alcalá (Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Institucionales) y la Universidad de Guadalajara, con motivo de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, México, que tiene a Castilla y León como invitada de honor en 2010.




lunes, 4 de octubre de 2010

LECTURAS COMPARTIDAS

Estimados amigos, estudiantes de Letras de la Universidad de Guadalajara.

Gracias a los logros tecnológicos  y al patronazgo de la Universidad de Alcalá y de la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León, tanto ustedes por su parte, como  yo por la mía, podemos  considerar que este contacto que nos permiten es algo lo más cercano posible a un encuentro; lo que constituye verdaderamente para mí un honor, y sin duda será un placer.

Este nuestro encuentro, y tengo que agradecerles muy especialmente la comunicación de sus biografías que, de un modo bastante eficaz, les permite una cierta presencia e identidad mientras les escribo a ustedes, durará varias semanas, y mi propósito es ofrecerles y ofrecerme a mí mismo la ocasión de leer y comentar unos textos españoles que pienso que pueden interesarles verdaderamente porque están en el corazón de la lengua y del pensamiento y el sentimiento españoles e hispánicos, tales como “Una hora de España” de Azorín, algunos capítulos del “Libro de las Fundaciones” de Santa Teresa de Ávila, y “La ilustre fregona” de Miguel de Cervantes.

Obviamente, mi función en esta nuestra lectura común es la de asomarles simplemente a ellas y atender a sus espontáneas y frescas impresiones e interpretaciones de lo leído, al margen totalmente, de las lecturas académicas; y luego, o en la misma común lectura, ofrecerles también mi propio entender de la lengua y de la historia en torno a ese mismo asunto.

No soy profesor ni crítico, soy solamente un escritor, o “escribidor” como me gusta llamarme, que ama ciertamente la literatura, con unas cuantas cosas más, y por este orden de preferencia: lo que más me agrada, en primer lugar es escuchar historias o comentarios de historias, luego la pintura, aunque jamás he hecho un mal dibujo; y tampoco sé si he hecho algún libro que tenga el logro que debería tener y que desearía que tuviese, pero he escrito bastante, porque escribir es lo que sigue en tercer lugar de estas preferencias de las que hablo, Y seré, desde luego, fiel a la primera, leyendo –como escuchando- sus glosas y sus propias visiones de las cosas.

El crítico literario norteamericano, Alfred Kazin hablaba en su libro “En tierra nativa” de la “cientifización” o “tecnificación” de la crítica literaria, y escribía: “Un cuerpo de ingenieros elevaba el prestigio profesional de la crítica a expensas de toda necesidad humana de literatura como profecía o historia”, y, en general, en éstas estamos.

Luego cuenta la historia de Albert Einstein que “devolvió una vez una novela de Kafka a Thomas Mann con esta protesta: «No pude leerla; el espíritu humano no es tan complejo”. Y Kazin comenta que “tras leer a Rauson hablando de la forma, o a Empson acerca de los siete tipos de ambigüedad, o a Kenneth Burke sobre las estrategias de la forma poética, esa protesta elevaba una vocecilla: «el espíritu humano no es tan complejo»… La crítica, por fin, se había convertido en una ciencia, así como todos los críticos se habían vuelto ingenieros… El criticismo se había vuelto una ciencia, pero, mientras la ciencia florecía, la literatura boqueaba”.

Pero Einstein no se quejaba de la crítica, de la que probablemente no tenía ni idea, sino de la literatura de Kafka, y me parece que se explica perfectamente esa queja. Porque Kafka escribe ya en el momento del que habla Karl Löwith, en el que: “evidenciar, por todos los medios del arte y del espíritu, la nada del ser humano  moderno ha sido también la tarea de los escritores cuyas obras agotan las posibilidades de la novela. Todos ellos ya no crean un mundo verdaderamente humano, sino que sólo analizan embrollos intelectuales, reacciones psíquicas y circunstancias sociales. Marcel Proust y André Gide. Thomas Mann y Aldous Huxley, André Malraux y D.H. Lawrence, James Joyce y Ferdinand Céline, ya no crean   un cosmos humano como hicieron las grandes novelas de Cervantes a Dickens, de Balzac a Tolstoi, sino que sólo transmiten una verdad desoladora sobre el ser humano, el cual desaparece como tal”. Y cita luego a Berdiaeff, que dice: “La novela psicológica moderna, culta y refinada, se ocupa en el análisis del inconsciente, se adentra en el mundo fluido de los sentimientos e instintos y al mismo tiempo se complica al máximo por una intelectualidad altamente sofisticada. En ella el ser humano se ve escindido  y desgarrado tanto por el poder del inconsciente como por la influencia de lo racional. Hasta los novelistas de más talento muestran una evidente falta de imaginación creativa; o se limitan a abismarse en ellos mismos o se dedican a describir la realidad malvada que los acosa”. Y Walter Benjamin comprobaba que “somos pobres en historias memorables”, y ya no habría nada que contar, que es precisamente lo que esperaba Einstein, seguramente.  El mal cálculo de elección de una novela para Einstein  estuvo en Thomas Mann, y otra cosa hubiera sido si le hubiera prestado “Los novios”, “El Quijote” o “La guerra y la paz, o “Los Demonios”, por ejemplo. Pero esto tampoco se le podía ocurrir a Mann”.

Y lo que, desde luego, espero firmemente es que ustedes no tengan que quejarse a mi respecto de que al fin y al cabo la gran literatura no fue nunca tan complicada, y por mi parte no lo habría tenido en cuenta, y les habría privado, como dice Kazin, “de la profecía y de la historia”.

*****

Ustedes conocen, seguramente, muchas cosas de España, pero para los mismos españoles y para quienes conocen muy bien a España este libro de Azorín es el comienzo, en cualquier caso, de un conocimiento más profundo.  Y recuerdo a este respecto que hace una docena de años,  acompañando a un profesor norteamericano a visitar entre otros lugares, Arévalo, comenzamos después de haber comido, por la vieja Plaza de la Villa. Era una tarde ya veraniega y, a esa hora, la plaza –una de las más hermosas de España- estaba solitaria, y solamente bajo la sombra de sus soportales había una mujer cosiendo y a sus pies un galgo o lebrel hacía algo así como exhibir su maravilloso perfil. Sin poderse contener, el profesor norteamericano me dijo: "Pero ¡si es  tal y como lo dice Azorín! ¡Si es verdad la España que nos cuenta!"

Pues bien, el libro que vamos a leer, de inmediato, “Una hora de España”, evoca y reflexiona sobre la vieja España del siglos XVI, de un modo y hasta un punto que debe decirse con verdad que no puede conocerse España si no se ha leído a Azorín porque entonces no se ha estado con el hondón de los hechos, las circunstancias y las personas que nos han hecho lo que somos y como somos.

Digamos, de pasada porque no tiene más importancia,  que se da el caso de que este libro fue el discurso de Azorín con motivo de su entrada en la Academia, pero todo ello es pura formalidad, porque ni el libro es un discurso, ni tiene nada de académico. Y también es obvio que no se trata de un texto narrativo, sino de una escritura que cabe muy bien bajo la categoría literaria de ensayo – que en sí misma es tan oscura o más bien difusa; y entonces diremos inmediatamente que es un ensayo sobre hombres y mujeres, paisajes, geografías, hechos históricos y pensares y sentires españoles de hace quinientos años con que el  autor trata de que revivamos.

Éstas páginas guardan lo que, con una propia expresión o fórmula azoriniana podemos llamar “el aroma del vaso” del vivir español de otros siglos ciertamente, pero forma parte de lo que somos y es España. Este librito arrastra en sí mismo una lengua y un sentir que viene de muy lejos y, abriéndonos al cual, todavía hoy podemos comprender mejor a España y lo español, y por ende lo hispánico.

Azorín no es exactamente un narrador como apuntaba, y sus novelas tan hermosas como “Doña Inés”, pongamos por caso, no deben su hermosura literaria a su narratividad, sino a principalmente a su poder de evocación de seres humanos, horas del tiempo, y paisajes que sentimos alzarse ante nosotros mientras leemos su descripción unas veces austeramente lirica y otras espartana. Y esto, tratándose en un plano o sentido general, pero mucho mas eficazmente y en particular en las evocaciones y revivencias del pasado español del pasado; y de tal modo que Azorín nos resulta un pórtico inexcusable para entrar muy dentro la vida y de la literatura antigua española con fama y sin fama, lo que no quiere decir, naturalmente, sin valor, y con frecuencia preciosísimo. Y de este modo Azorín es algo así como “un mediador” para entrar, por ejemplo en Cervantes y su mundo. Y por mi parte tengo que decir que la lectura de Azorín fue la que me llevó a Cervantes. Pero es esa misma puerta la entrada para otros mundos, y no solamente literarios.

El crítico norteamericano Inman Fox afirma que la inspiración de Azorín es libresca, pero ésta me parece una afirmación como las que se  hacen diciendo que un poema o una novela son culturalistas; una afirmación ciertamente extraña que no tiene reparo en negar la evidencia de  que un escritor  -como cualquiera otra persona- recibe no sólo en su inteligencia sino en su sensibilidad y en su vida, la cultura  de los treinta siglos precedentes, y que en su mayor parte éste es un don de los libros, porque los libros son la parte más amplia de la transmisión cultural, que es transmisión también de la vivido, desde luego en la narración misma que es el levantamiento de vida con palabras, pero no sólo en ella.

El mismo crítico norteamericano, señor Fox, piensa que una de las razones por las que Azorín ha sido tan considerado literariamente es porque usa palabras antiguas que ya no se usan; pero éste es, sin duda, un juicio demasiado contundente, y me temo que Azorín usa palabras que el medio de profesores y otras gentes de oficio intelectual, en el que el señor Fox se mueve, ya no usan, ni probablemente entienden. Pero las gentes normales y especialmente iletradas sí entienden y ellas mismas hablan, como se ha podido, y se puede comprobar cada día. Pero creo que será suficiente hacerse eco del juicio de Sir Isaiah Berlín o de Burckhardt cuando hablan de que la lengua guarda en sí el lenguaje de los hombres y los dioses desde siglos, y que manipularla o despreciarla se paga con la pérdida del conocimiento y la propia humanidad. Y todos deberíamos estar muy intranquilos cuando cada vez escuchamos menos una lengua carnal y verdadera,  y cada vez un lenguaje instrumental o “ahí-a-la-mano” que dice Heidegger.

Y omitamos, en fin, entendimientos de Azorín muy discutibles como el que Ortega y Gasset propuso, invitándonos a admirar los “primores de lo vulgar como si lo vulgar pudiera tener primores”, y mejor será ni mentar el tópico de quienes llaman a Azorín “pintor de los detalles y las cosas pequeñas”, que es una fórmula, que ya de por sí dice mucho y no lo mejor acerca de una visión de la literatura y, al fin, de la vida humana y del mundo. 

Azorín, que fue el pseudónimo con el que firmo D. José Martínez Ruiz, nacido en Monóvar en 1873  y muerto en Madrid en 1967, suele ser citado como miembro de la llamada “Generación del 98” en razón a una cierta comunidad de preocupaciones sociales y literarias, pero tal relación o denominador común no supone afortunadamente la mínima merma de la personalidad propia de cada escritor de ese grupo. Porque, en caso contrario, hubiera supuesto que el verdadero autor de sus libros, como por desgracia, ocurre de vez en cuando, es el Espíritu del  tiempo, como por ejemplo ha mostrado la hispanista Victoria Howell, en su libro sobre la figura de la monja en el periodo del modernismo literario español, en cuyo estudio puede comprobarse  que las figuras e historias de monjas que aparecen en relatos y novelas de ese tiempo son las mismas,  con la sola excepción de los textos de Azorín cuando escribe de este asunto o evoca esas figuras.
“Una hora de España”, en fin,  se abre con el retrato de un noble y consejero del Rey, y en los cuatro primeros capítulos se tocan lo asuntos de la vida de palacio, de la política, de los secretos de Estado y de la piedad religiosa. Obviamente es una visión idealizada, aunque no dejan de notarse las pasiones de quienes rodean el mundo del poder, pero no hay ni alusión, cuanto menos reflexión filosófica  o ideológica -maquiavélica o antimaquiavélica- de esa realidad de la política.

Y en el capítulo V, en el que se habla de “las Españas”, como hasta en las monedas de los reyes antiguos, en realidad hasta Isabel II, se inscribía. Y aquí se da un tranquilo realismo histórico, que retrataba la realidad de esas "Españas” cono natural y no problemática, sin carácter político ni ideológico alguno. Y, más tarde, en los capítulos XXIII, XXIX y XXVI se evocarán y pintarán primorosamente esas tierras.

En el cap. VI se pinta un  cuadro muy exacto y que a la vez podíamos llamar sentimental de la ciudad de Ávila y sus adentros, al margen de los encantos alabados y con frecuencia banalizados por el turismo.

El escritor y filósofo norteamericano, nacido en Madrid, Jorge Santayana, que pasó su niñez y adolescencia en Ávila  y luego su juventud en Boston, dice en su obra “Personas y lugares” que  Ávila es un “locus” privilegiado desde el cual mirar el mundo, y hace de ello una filosofía de ese mirar, felicitándose de que a él se le concediese hacerlo, determinando así incluso su pensamiento,  desde dos “loci” privilegiados:  Ávila y Boston.

Hay también en “Una hora de España” presencia de Luis de Granada, en tanto que escritor de un castellano absolutamente transparente y tranquilo, símbolo y encarnación de toda una gramática y un estilo; y presencia de Teresa de Ávila, y hasta mirada sobre la vida diaria de un inquisidor, y estampas de castillos, caminos, pastoreo, laboreo de la tierra etc. Pero es la mirada tranquila, un poco melancólica la que nos interesa, y son toda una serie de informaciones y un pequeño  lúcido discurso sobre ellas el que nos abre a otros libros o al propio recorrer y buscar personales. 

Los capítulos IX y X, dedicados al estilo literario y al realismo español son muy breves pero muy importantes.

Pero ahora me toca a mí esperar a que ustedes lean las cosas de otro modo, y saber si realmente estas páginas sobre España les han interesado no como un simple documento literario.

Probablemente la naturaleza del discurso especulativo no puede aspirar a ser otra cosa, pero como si la precaria narratividad de Azorín quisiera compensarse en su modo obviamente heterodoxo de hacer ensayo, quizás en alguna medida podríamos aplicar lo que ocurre con el relato a su capacidad de evocación que, como ha señalado Emmanuel Lévinas es lo que distingue un relato o un libro vivo de un documento.

Emmanuel Lévinas diferencia, en efecto, lo que él llama una historia o narración bíblicos de un documento de época, que nos informa simplemente de algo que pasó. La diferencia consiste en que las significaciones de un documento ya quedan agotadas en él y, sin embargo, el libro invade o desposa la vida del lector, y su destino. Es siempre susceptible de ser reinterpretado y, por tanto, vuelto contemporáneo, y el mismo libro rejuvenece al lector porque le dice siempre algo nuevo. Y, en el caso de Azorín, con los ojos de los muertos, como aconsejaba su madre a Pirandello en el fabuloso cuento de este autor.  Y, ahora, ustedes pueden clarear todos estos asuntos, y otros que sugieran, con su propia lectura y comentario o interrogaciones. 
       
GRACIAS muy de veras,
 
                               José JIMÉNEZ LOZANO

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