Este Taller de Lectura lo organizan la Junta de Castilla y León (Consejería de Cultura), la Universidad de Alcalá (Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Relaciones Institucionales) y la Universidad de Guadalajara, con motivo de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, México, que tiene a Castilla y León como invitada de honor en 2010.




martes, 23 de noviembre de 2010

“LA ILUSTRE FREGONA” DE MIGUEL DE CERVANTES por José Jiménez Lozano

Esta novela de Cervantes, “La ilustre fregona” forma parte con otras novelas del volumen que tituló “Novelas ejemplares” y publicó en 1613; y ya apenas publicado el libro, y prometida por su autor una segunda parte de “El Quijote”, un feroz enemigo literario de su autor, ya fuera Lope de Vega o alguien a él muy cercano, se burlaba del propio Cervantes –a quien quedaban tres años de vida-  y de su obra. Escribía “Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quiere adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlo, como él dice, al Preste Juan de las Indias o al emperador de Trebisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca…Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas, no nos canse”. Y no dejaba de zaherir las novelas de este libro que, como queda dicho, Cervantes titula “Novelas ejemplares”, afirmando contundentemente que son “más satíricas que ejemplares”.

Pero el hecho es que estas novelas cervantinas no han tenido después y hasta muy recientemente, alguna estimación, aunque ésta  no haya pasado de ser obra literaria muy secundaria u “obra menor”, al igual por ejemplo que la maravilla de “Persiles y Segismunda”. La razón es que tanto han podido los clichés de los tiempos y de los estudiosos; y esto es así de tal modo, que el propio Cervantes ha sido estimado como un genio ignaro que escribió “El Quijote” al que, verdaderamente, sólo se comenzó a  dar importancia, gracias a la estima que le otorgaron los ingleses. Y todavía Mayans y Síscar en la biografía de Cervantes que publica en 1638 dice de él muy justamente que “viviendo, fue un valiente soldado, aunque muy desvalido, y escritor muy célebre pero sin favor alguno”; y sólo es a finales del XIX y, desde luego y sobre todo, en la primera mitad del XX, cuando Cervantes es muy apreciado de otra manera, pero haciendo de él una especie de Montaigne, ilustrado e intelectual, escéptico y moderno, que se ve obligado por los tiempos a disimular su pensamiento, y que, por otra parte, resulta algo así como un epígono o un escritor secundario que se nutre de fuente ajena, y se puso como ejemplo a Erasmo para explicarse algunos puntos concretos de lo que se llamó el erasmismo cervantino, como si Cervantes no hubiera podido aderezar en su cocina literaria sus propios pensamientos y tuviera que recibirlos necesariamente de alguien.

Pero, sean como sean las cosas, por lo menos en éste asunto de sus “Novelas ejemplares” tenemos las propias palabras de Cervantes que dicen: “A esto me aplicó mi ingenio,  y más que me doy a entender, y es assí, que yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impressas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa”.  Y explicó luego que “heles dado nombre de «Ejemplares», y si bien lo miras no hay ninguna de la que no pueda sacarse algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar así de todas juntas, como de cada una de por sí”. Y acaba diciendo que, con esas novelas, entrega un entretenimiento “sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan”.

Se ha hecho entonces un problema acerca de si todas estas afirmaciones cervantinas en torno a la ejemplaridad de estas novelas -con un cierto sabor retórico y de cortesía con el lector y los tiempos- deben ser entendidas en sentido estrictamente moral o como un guiño hecho a los demás que escriben novelas de cómo deben ser éstas. Pero me parece una interpretación algo artificiosa, y pienso que debemos discernir el verdadero peso argumental en todo este asunto sobre la también afirmación cervantina hecha a este propósito de la escritura de esas historias, en la que no hay ni pizca de retórica ante sus lectores: “Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida”. De manera que queda muy claro el cuidado cervantino con la moral cristiana, pese a que suele afirmarse según la “doxa” académica actual que todo lo moral o cristiano en Cervantes, como en otros grandes espíritus de aquéllos tiempos, es pura hipocresía por el famoso miedo a la Inquisición que lo explica todo; sin reparar, por ejemplo, que en los asuntos de costumbres no entraba la Inquisición para nada sino la mano laica del censor o del corchete.

Pero es cuestión ésta, la de la censura y no sólo ni principalmente la de la censura institucionalizada, sino la de la censura social o de los estereotipos que marcan un tiempo y una sociedad que conviene no desafiar, aunque su contenido parezca y hasta sea banal; y es probablemente esa censura social la que obliga a Cervantes a concluir todas estas sus “novelas  ejemplares”, o a resolver la historia que se cuenta en ellas, siempre con un final feliz, y diríamos, con una “mica salis”, que un poco o un mucho como el Hollywood de nuestros días cambió muchos finales filmados según el guión en finales felices para que fueran aceptados por el público. Y de modo muy parecido es como Cervantes, tan preocupado de la verdad de lo que se narra, sacrificó el final de sus historias para que de todas maneras las historias llegasen a sus lectores. Y todo esto es una hipótesis, pero al menos nos valdrá para enunciar la extrañeza que nos causa que unas historias tan hermosas o dramáticas tengan un final tan extraño que, a veces, hasta parecería disolver y banalizar la historia misma, como ahora mismo lo señalamos ante una banal historia que acaba en artificiosa y tópica boda, diciendo, trayendo un viejo refrán a cuento,: “y vivieron felices y comieron perdices”. Y, desde luego, no hay banalidad tópica ni de ninguna otra clase en la escritura cervantina; ni en estas novelas, ni en ningún otro caso.

Como va de suyo, cada novela de este grupo de las “Novelas ejemplares” tiene una personalidad distinta, un tono diverso, otro estilo y un léxico adecuado, como lo exigen los personajes y la historia que cuentan, o no serían novelas. Pero, esto aparte, pueden encontrarse ámbitos y aromas del fondo del vaso, también bien distintos. En algunas de ellas, pongamos por caso, es muy intenso el sabor a italianismo, y no podría ser de otra manera, ya que en Italia y de los italianos es donde y de quienes aprende a novelar Cervantes; y así aparece y muy lacerantemente en la escritura cervantina lo que Garcilaso llamaba “el dolorido sentir”, y lo que nosotros  podríamos llamar la herencia renacentista de la adolescencia y el tiempo de los  estudios de Miguel de Cervantes, que había nacido en 1547, y nunca fue un escritor que se dejara llevar por “la corriente de su tiempo” -los plenos tiempos barrocos-, aunque no dejó de mostrar que, si bien quisiera, podría dejarse ir y retorcer historias y argumentos y ocuparse de los personajes del hampa y la picaresca, por ejemplo.

La crítica académica se ha percatado muy bien de que “Guzmán de Alfarache” y su autor Mateo Alemán son nombres casi del todo preteridos por Cervantes, pongamos por caso  en el “Viaje al Parnaso”, en el que, sin embargo,  son nombrados escritores que no tuvieron ni de lejos la aceptación pública que éste -lo que no quiere decir quizás otra cosa sino que Cervantes tiene otra vara de medir que la del uso- ; y también se alega que Cervantes dio algunas muestras de narraciones picarescas, y en esta misma novela de “La ilustre fregona” se hacen pinturas de esos pícaros precisamente, pero muy lejos de los gruesos brochazos y el fondo de degradación de lo humano que hay en la literatura picaresca española entera. Y, efectivamente, si algo es claro en la escritura cervantina, tanto en la concepción de las historias como en la lengua con la que se cuentan, esto es que el mundo de la picaresca -y el mundo del barroco en general- no es el mundo de Cervantes, y que la lengua picante o salpimentada y retorcida del  barroco no es la suya.

Cervantes guarda en su corazón y en su mente el sentido de la dignidad humana que subrayó el Renacimiento y la claridad y la armonía que Santayana ha visto en la cultura católica, que en el barroco se oscurece a cuenta del parecer y no ser, y del polvo y la ceniza como única condición humana. Y cierto es que la medida de una escritura no la da ciertamente la crítica política, social o de costumbres, o el rebozamiento en todos los descensos del hombre físicos, psicológicos o éticos, contados en griterío y chafarrinones, sino el que esa escritura toque la gloria y la llaga de la naturaleza trunca del destino humano, que, al señor Miguel de Cervantes, se le revela en la atención y la mucha misericordia que presta a los hombres, y en la ironía con la que desarma las paradojas del vivir y sus insolubles enigmas, aceptándolos como se están y son, y contándolos en una lengua que, en feliz formulación de Marcel Bataillon, “si se la compara con los guisos condimentados”, y hasta salpimentados de su  tiempo aunque no sólo del suyo, “tiene la sabrosa insipidez de la leche o del pan. Más que ningún otro escritor […] él permanece fiel al ideal de transparente sencillez que Juan de Valdés había formulado en el “Diálogo de la lengua”: escribir como se habla”. Incluso si en esta novela de “La ilustre fregona”, así como deja la huella de la literatura picaresca, también la deja del lenguaje un tanto enrevesado particularmente en su sintaxis. Y lo hace magistralmente.

La crítica académica también, que cumpliendo con su oficio se inclina siempre a los distingos y clasificaciones, ha visto en “La ilustra fregona” algo así como una mezcla del idealismo del arte renacentista y del realismo planísimo y hasta hundido del barroco, pero concluyendo que al fin se da el triunfo del primero. Y pienso que ésta es una manera de decir, a través de esquemas o categorizaciones convenidas, lo que un lector avisado no sólo intuye, sino que comprueba: que Cervantes concluye pronto con los restos de la picaresca y no da mucho espacio al decir y a la sintaxis del tiempo en cuya corriente no quiere dejarse llevar, y lo hace de una manera muy simple: contando una historia de amores, cuya concepción por parte de Cervantes está tan llena de hermosura y tiene tanto alcance que un historiador de la Mística como Melquíades Andrés ha señalado cómo ciertas fórmulas amorosas del “Persiles” tienen la misma textualidad que la empleada para explicar la oración de recogimiento. Aunque discernir luego de dónde le viene esto a Cervantes es cuestión distinta y, en último término, sólo expresada en meras probabilidades, como resultaría si hablamos de nuevo de Italia donde pudo tener algún contacto con un cierto franciscanismo provenzal. 

En cualquier caso, en una concepción del hombre como criatura denigrada no puede contarse una historia de amor, o de honor y piedad, u orgullo, compasión y sacrificio, sino de miserias y de glándulas, como dijo William Faulkner en su estupendo discurso de la recepción del Premio Nobel.

En el aspecto lingüístico, por lo demás, es preciso advertir la amplia utilización del lenguaje popular que tan frecuentemente ofrece un sentido translaticio, y que ya va ofreciendo dificultades hasta a los eruditos editores de esta novela, mientras que leída por, o leída a, gentes del pueblo, desde  luego iletradas o que han aprendido muy tarde a leer, no necesita ninguna de las notas que, en ocasiones, exactamente como dice el profesor Steiner al respecto, aunque sean imprescindibles para entender ese texto de otro tiempo en el ámbito de la enseñanza, con frecuencia son tan numerosas que ocupan, y tienen que ocupar cada vez un mayor espacio en la edición del libro, hasta casi igualar o superar al espacio del texto que se aclara o se  glosa. Y esto es, desde luego, todo un síntoma cultural bastante triste.

En otros casos, también se ha optado por modernizar o actualizar, o eso se dice, el vocabulario, pero perdiendo irremediablemente  todo o casi todo en esa modernización. Pongamos un ejemplo en el caso mismo de “La ilustre fregona”. El texto cervantino dice: “pícaros mayorales”, y el anotador acude a una cita de otro autor antiguo, Alonso Hernández, que da su equivalencia a “alguacil o corregidor”; pero no se dice que esta equivalencia es translaticia, y que mayoral significa exactamente entonces y ahora el criado mayor entre los criados de labranza o el segundo en autoridad en la estructura de responsabilidades en el pastoreo, cuyo primer puesto ocupa el rabadán. Y cuando se llama así a alguien constituido en autoridad, en ese nombrar translaticio hay ironía, desprecio, orgullo etc., según el contexto.

Y acudamos, ahora, a otro extremo que también se ha subrayado con extrañeza,  y es el  cambio abrupto de la persona que habla, por ejemplo, en este lugar de “La ilustre fregona”: “Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad que valían mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa”. Y podrá extrañar a quien sea, pero éste es el lenguaje de “mis amas” al que alude el Maestro fray Luis de León, y es el lenguaje de Santa Teresa y un lenguaje oral que sigue siendo todavía en buena parte el del habla popular. Lo dudoso es que se pudieran decir mejor las cosas en un lenguaje más formalizado, y que la ironía tuviera la eficacia que tiene en este caso.

Otro asunto, en fin, aunque muy secundario sería el trasfondo histórico-social, cuya noticia aquí queda eludida y solamente aludida, naturalmente, porque por eso es literatura en el transcurso de la historia contada. Pero, sin duda, se conecta con la historia y la cultura vivas, si se le completa al lector de ahora mismo, por ejemplo, con la información acerca del famoso médico de Toledo que se llama en la misma novela el doctor Lafuente, añadiendo que éste está retratado, al igual que uno de sus hijos, clérigo, en la pintura del Greco, “El entierro del señor de Orgaz”. Y, por cierto, ese Doctor Lafuente también era “ex illis” o descendiente de conversos, algo que era sabido por todos en Toledo, e incluso por el rey mismo, y sin embargo el hecho no le costó absolutamente nada. No se le privó de honra,  fama, ni honores, y hasta acabó siendo “caballero de Santiago”.

Siendo así las cosas, diríamos que queda muy bien entramada y compuesta una visión más completa de una hora de España de la que el libro de Azorín lleva este nombre, con las radiantes presencias Teresa de Ávila, de “la Costancica” o “ilustre fregona” e incluso de esta  formidable pintura de Domenico Theotocópoulos, llamado “el Greco” para recordar sus orígenes griegos, y el carácter un tanto icónico de su pintura que a tantos comentaristas ha intrigado. Y, todavía podríamos ampliar una pincelada esta historia de familias y hechos culturales añadiendo que el cura de Santo Tomé de Toledo, que encargó la mencionada pintura del “Entierro del señor de Orgaz” tuvo relación personal muy estrecha con los hermanos clérigos de la mujer de Cervantes.

Todo cuenta a la hora de entrar y habitar siquiera un pequeño espacio de tiempo -el de la lectura del libro o el de la mirada del ya famoso cuadro- en el ámbito de belleza que  nos acompañará allá dentro y nos llevará a otros libros y a otras estancias interiores.

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